Danza y género. El difícil oficio de dejar huella
Este artículo nace gracias a una pregunta inicial: ¿es posible explicar los proyectos de danza y género que he llevado adelante en estos años a partir del cuerpo? Sin enumerar objetivos, temáticas y resultados, enfocaré la mirada en una parte definida del cuerpo y, de ahí, extenderé una reflexión que toca diferentes campos y disciplinas, releyendo transversalmente mi propuesta de género con las mujeres y ofreciéndome, tal vez, nuevos instrumentos de análisis con respecto al laboratorio abierto que es para mí la danza cuando toca temáticas de género.
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Los pies
El primer capítulo de esta serie tratará una parte del cuerpo perennemente olvidada en el cotidiano pero muy presente en el mundo de la danza: los pies.
Los pies en el mundo de la danza simbolizan desde siempre la dura lucha contra la gravedad, el trabajo de articular el propio peso de una forma dinámica, la importante conexión entre el centro del cuerpo y el suelo que permite subir y bajar orgánicamente, sin olvidar el trabajo cotidiano para “poner acentos”, relacionarse con el tiempo y construir los pasos de una coreografía. Los pasos. En la danza hacemos pasos, componemos pasos, creamos nuevos pasos que abren caminos. Todo en la danza pone atención sobre esta parte que, en el imaginario cotidiano, representa el punto más bajo de nuestro cuerpo, menospreciado a veces, seguramente poco presente en nuestra vida diaria.
Recordamos la existencia de los pies cuando nos duelen, cuando caemos o cuando una mujer se pone uno zapato que resalta el cuello del pie en la misma medida en que lastima su metatarso. Al contrario, los pies en la danza representan fuerza, raíces para crear una base real y construir, como si fuera una torre, el cuerpo que danza.
También se ha representado la danza con los pies deformados y vendados de la bailarina que esconde heridas, lesiones ortopédicas irreversibles bajo las medias blancas y las zapatillas rosas —o rojas, o negras según la cinematografía que se enamoró del ballet—, un pie perfectamente erguido que sufre a cada paso. Se ha construido y fomentado, dentro y fuera de la danza clásica, una cultura fascinante de belleza y destrucción, hecha de dolor para ascender de la oscura tierra y llegar al cielo.
La historia cuenta que fue una bailarina, Maria Taglioni, quien en 1832 utilizó por primera vez las puntas: una mujer que, dirigida por su padre, cambió irreversiblemente el trabajo de los pies en la danza clásica. La misma historia cuenta que fue otra mujer en 1900, Isadora Duncan, la primera en pisar con los pies desnudos un escenario en París, inspirándose en las danzas griegas para reencontrar gestos naturales y expresar pasiones.
Entre los significados simbólicos de los pies encontramos el propuesto por Gerd Heinz Mohr en el Diccionario enciclopédico de los símbolos, donde los pies representan la relación con la tierra: durante los rituales los sacerdotes desnudaban sus pies para amplificar esa doble relación con el cielo. En la religión musulmana existe el hábito de quitarse los zapatos antes de entrar en la Mezquita para abrirse a la revelación de lo divino; también en la Biblia los pies adquieren un particular significado cuando Jesús invita sus discípulos a “ir con los pies desnudos en el mundo”.
Los pies, tan divinos como menospreciados, se perfilan enseguida como una parte del cuerpo cruzada por las contradicciones: cielo y tierra, elevación y dolor, deseo de subir y posibilidad de caer, zapatilla de danza clásica frente a los pies desnudos en el lenguaje contemporáneo.
¿Y que hay de los pies de las mujeres?
Mi pensamiento se dirige inmediatamente a la China del año 1000 d.C., cuando se vendaban los pies de las niñas entre los cuatro y los ocho años para que adquirieran la forma de un garfio y emularan los pies de una emperatriz muy amada y que, más bien, tenía un defecto: los pies varos. Esta forma se transformó en un ideal de belleza para los hombre nobles que amaban ver a las mujeres —de clase alta y que no trabajaban— andar con sus “pies de loto” a duras penas sujetadas por las domésticas. La práctica duró hasta la Revolución Cultural de 1920 y se une idealmente a otras tradiciones de tantas culturas que intentan atrapar, enjaular y limitar el cuerpo femenino. También recuerda un hábito occidental, no tan cruel pero bastante insano: los tacones de alfiler. Este símbolo de belleza conquistó la moda de los años 1950, pero es un invento que se difundió entre los nobles europeos del siglo XVI y volvió a principios del siglo XIX en los burdeles de Europa y Norteamérica por el enorme atractivo que ejercía —y sigue ejerciendo— en los hombres.
A partir de estas consideraciones de distinta naturaleza se puede entender porqué los pies, particularmente en el mundo femenino, son símbolo de belleza y restricciones estéticas alrededor de la imagen de la mujer.
Una vez evidenciada la relación de los pies con la danza, la religión y la estética femenina, ¿cómo se vincula esta relación con mi proyecto de danza-teatro para mujeres?
Despertar la conciencia de los pies
Vamos por orden. El lugar de inicio de mi investigación sobre danza, teatro y género fue la creación, y posteriormente, la docencia.
Como creadora me interesa construir y deconstruir papeles, formas de narrar y coreografías para cuerpos femeninos. Como docente, algo cambió cuando me acerqué a las historias —y a los cuerpos— de un grupo de mujeres que habían vivido violencia de género y me puse el reto de ayudarlas a subir a un escenario para contarlo.
Esto pasó en 2009 en un piso tutelado de Madrid, y, desde ese momento, los dos caminos van juntos, alimentándose el uno al otro y enriqueciendo mi investigación día tras día. En 2011, poco después mi llegada en Barcelona, empecé el proyecto anual Mujeres que habitan cuerpos en el Centre Cívic Barceloneta, donde las mujeres del barrio y de la ciudad asisten una clase semanal y comparten temas de género como, por ejemplo, la violencia o los micromachismos desde un enfoque físico, emocional, vivencial, introducido, activado y consolidado por los cuerpos que danzan.
Durante estas sesiones, lo primero que me llamó la atención fueron los pies. Pasaba clases enteras observando los pies de las mujeres: veía los pies bonitos de una Cenicienta, bien cuidados y pequeños, así como los pies cansados y deformados a causa del uso de tacones o de una mala pisada. Pies que son la base de cuerpos, capaces de contar una vida entera con sus dificultades y dolores, que soportan un gran peso y que, literalmente, no cargaban con éste y flotaban en el aire. Esto me volvía loca: ¿cómo era posible que el peso del cuerpo no se reflejara en los pies? Observaba entonces las líneas de sus caras, la forma de sus cuerpos transformados por los años, el peso de las responsabilidades y cómo ese peso desaparecía antes de llegar suelo.
Entonces empecé a cuestionar mi método de enseñanza de la danza: ¿acaso los pies no pisaban el suelo porque los ejercicios propuestos no estaban bien enfocados?
En mi búsqueda de una respuesta, cambié el contenido de los ejercicios y busqué respuestas en el calentamiento de la danza africana o de la danza clásica, en las secuencias dinámicas de la técnica contemporánea, disciplinas diferentes que me podían ayudar a encontrar soluciones desde la práctica y la observación del cuerpo en movimiento.
Compartí la cuestión con las mismas mujeres para saber si eran conscientes del tema. Mientras, obviamente, trabajábamos temas de género que no tenían —aparentemente— una relación directa con los pies. La cuestión entraba transversalmente y desde la observación de los cuerpos femeninos. Las mujeres del curso no se habían cuestionado su forma de pisar, pero enseguida hablamos de la relación con la tierra, que puede acoger nuestras cargas emocionales y a la cual quitamos esta función, la tierra que puede ayudarnos a dejar fluir el dolor y restituir calma y silencio.
Creo que la intuición, junto con la escucha de sí mismo y del otro, es una óptima forma de aproximarse a la realidad: desde entonces, reflexiono observando los cuerpos caminar y danzar, tratando de descubrir dónde se crea el bloqueo, diferente en cada mujer, que es un obstáculo para el fluir de la energía hasta los pies. Aprendo del cuerpo femenino, un cuerpo que no es simplemente biológico, es un cuerpo social donde se cruzan expectativas, deseos, necesidades y límites de la cultura patriarcal: aprendo cómo explorar y construir una danza que sepa alimentarse de las raíces, del aquí y ahora y del cuerpo social como acto de conciencia.
Cruzando diferentes estilos e intuiciones, con el tiempo he introducido una rutina dentro de las clases que incluye ejercicios sencillos para despertar la conciencia de esta parte: percibir los pies balanceando el peso, aprender a estar de pie y repartir el apoyo en las plantas, caminar pasando el peso del cuerpo desde el talón a los dedos hasta danzar y componer en vivo utilizando como motor creativo los pies; sin olvidar la música, utilizando diferentes estilos que puedan inspirar y fortalecer esta relación necesaria con la tierra. Aprender a dejar fluir las cargas, cotidianas y antiguas, desde el cuerpo hasta la tierra y respirar dentro del cuerpo ahora vacío.
Luego surgió otra intuición, a partir de un ejercicio que utiliza como principio motor la visualización de nuestros pies dejando huellas en la arena, para articular los huesos y activar los pies durante la caminada: en la vida cotidiana, ¿las mujeres dejan huellas? Esta forma de caminar sin pisar… ¿realmente se genera cuando nos enseñan a no hacer ruido? ¿A que nuestra presencia tiene que ser moderada, formal y ligera? ¿A no jugar a los juegos —peligrosos y más dinámicos— de los niños? ¿Deriva entonces la pisada de una mujer de una serie de ideas sobre expectativas de género que juntan ideal de belleza y reglas de comportamiento?
En la investigación de la relación entre género y la danza, durante una clase el acento recae sobre tres aspectos:
- El trabajo propuesto no empieza desde una idea general y absoluta: es importante plantearse una pregunta cuando la misma nos mueve algo, aunque sea un algo indefinido pero que sentimos la urgencia de buscar. Como dice Marina Garcés en su ensayo “La honestidad con lo real”, dejarse afectar no tiene nada a que ver con el interés… implica entrar en escena.
- Las respuestas no son interesantes si son generales y absolutas: cada persona puede encontrar una respuesta con respecto a una pregunta observando y cuestionando primero de todo su vivencia, específica e individual.
- Cambiar el cuerpo puede ayudar a sanar el alma, con el tiempo y la paciencia de estar en nuestra piel y escuchar qué pasa.
La danza puede ayudar a encontrar respuestas desde el cuerpo, a activar la memoria, recuerdos reales o sensaciones físicas, y a cuestionar la identidad de género.
Con respecto a la pregunta final de este texto, si las mujeres dejamos huellas en nuestra vida cotidiana, o seguimos flotando en el aire sin hacer ruido, dejo abierta la respuesta, que solo se puede obtener desde la relación de cada mujer con su educación y su vivencia, desde una reflexión crítica acerca de su pasado y nuestro pasado.
Finalmente, sugeriré una imagen coreográfica que ha vuelto a mi cabeza desde que empecé a escribir este artículo y que metafóricamente cuenta el oficio de dejar huellas desde el otro lugar de la creación: se trata de una escena final que construí en la primer performance del proyecto “Mujeres que habitan cuerpos” presentada en el Centre Cívic Barceloneta el 20 de abril 2012 y que describo para la imaginación de quien lee:
«Entre parejas de mujeres que, con urgencia e ironía, buscan una forma de dialogar solamente con sus cuerpos, enredándose, cogiendose, abrazándose, entra, desde un lado, una mujer silenciosa: lleva en sus brazos muchos zapatos, cada zapato es una historia en femenino, y con infinita paciencia empieza a ponerlos uno detrás del otro, creando una línea hasta llegar al centro, donde se para y crea una jaula de zapatos a su alrededor, estrecha y cuadrada, sin salida.
Dentro de esta jaula, ella empezará a danzar dejando una larga línea de huellas, físicas, reales, detrás de sí y alrededor de su cuerpo.»//
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